Sirenas de fábricas y navíos, silbidos de trenes, rugidos de los motores de aeronaves, pitidos de automóviles, campanadas y disparos de cañones y metralletas se fusionan en una sinfonía en homenaje a la clase trabajadora, al mundo en permanente cambio revolucionario, a las fábricas donde tenía lugar principalmente la transformación socialista.
La Sinfonía de Sirenas de Arseni Avraamov se escenificó dos veces, en 1922 en Bakú y en 1923 en Moscú, siempre el 7 de noviembre, en el aniversario de la Revolución de Octubre.
La insólita amalgama de sonidos, en la que, como su título indica, la fábrica y el trabajador son protagonistas esenciales, es emblemática para el nuevo arte de la época que renunció al ámbito académico e intentó acercarse al pueblo, a los productores, que acababan de tomar el poder en 1917. La Sinfonía de las Sirenas es un homenaje a la revolución, y entremezcladas con los sonidos del trabajo, de la producción, de la guerra contra la clase explotadora, se escuchan la Internacional, la Marsellesa y las canciones revolucionarias.
Su objetivo es celebrar el entusiasmo por el alba comunista e instigar el odio contra los enemigos de clase: la marcha fúnebre que intercala entre los himnos revolucionarios hace recordar a los soldados del Ejército Rojo caídos en la Guerra Civil.
En un primer momento, el arte revolucionario continuamente creaba formas nuevas. Se volvían obsoletas en poco tiempo y las suplantaban nuevas, otras y otras más nuevas aún. Este arte no estaba pensado para quedar, vivía el momento y despreciaba la eternidad. Su potencia innovadora importaba mucho más que el valor artístico. Nadie se preocupaba por grabar su música o conservar sus monumentos, hechos a menudo de yeso que se derretían bajo las lluvias.
Quizás la literatura, impresa y por tanto menos perecedera, nos pueda ayudar a comprender cómo eran las creaciones de aquella época. Las vehementes poesías de Mayakovski están llenas de neologismos al igual que la lengua de entonces, que se vio forzada a transformarse para adaptarse a las nuevas realidades.
Mayakovski conocía al autor de la Sinfonía de Sirenas (¿acaso algo pueda representar mejor el triunfo y el ímpetu revolucionario de la clase obrera que el sonido de la sirena de una fábrica?), Arseni Avraamov. El músico nació en 1886 en una familia de cosacos del Don bajo el apellido de Krasnokutski, pero siempre recurrió a seudónimos artísticos. Además de Avraamov, también se presentó como ARS o RevArsAvr (acrónimo de Revolucionario Arseni Avraamov).
Además de compositor, Avraamov fue inventor de instrumentos musicales y creador de un nuevo sistema tonal de 48 notas. Su mayor sueño, jamás realizado, era crear un laboratorio poético que permitiera sintetizar las voces de personajes famosos, ante todo de Lenin, para crear versiones auditivas de sus obras.
Avraamov y la sinfonía de las sirenas son dos grandes exponentes de la nueva época revolucionara en la que, al igual que es el obrero, a través del trabajo, el que crea la riqueza, toda la creación cultural y artística tiene en él su origen y destino, tanto las expresiones artísticas como sucedía con la producción y con el poder mismo.
El escritor peruano César Vallejo describió esta identidad, necesaria e imprescindible en cualquier sociedad socialista que quiera sobrevivirse a sí misma, entre el trabajo y la cultura en su visita a los talleres soviéticos durante su visita a Moscú en 1934, en su obra Reflexiones al pie del Kremlim:
"Un momento permanecemos en silencio, observando los múltiples trabajos del taller. Entonces empiezo a percibir auditivamente el elemento rítmico de las labores, en conjunto y aisladas, corno si se tratase de los sones de una extraña orquesta de batería. Me acuerdo instantáneamente del Paso de acero, de Prokofiev; de las sonatas de Himdenith y de Krasnancak, de Glier. Es la misma música. La música del trabajo, regular, plástica, tubulada, a gajos, de una cadencia elíptica y de una monotonía bárbara y grandiosa. A veces, el ritmo hace un grandécart entre dos corrientes de alta frecuencia. Otras veces se oyen algunas campanas en espacios caprichosos, asimétricos o chafándose entre sí, como un jazz-band. Luego se produce un arrebato de motores, martillos y pilones, que dura algunos minutos. Es entonces el alegretto de un oratorio hebreo de Milhaud.
—La campana que suena —me dice Muravief— da y sostiene la medida y duración de ciertos trances del trabajo. Una especie de aparato de relojería, movido por electricidad, determina el tiempo y el número de las campanadas. Pero esto no constituye todo el elemento musical del trabajo. Avancemos.
Al cabo de varios compartimientos empezamos a percibir en el fondo del local los sones de una orquesta. Es éste otro taller. Un espléndido cuarteto ejecuta, vertebrado por el ritmo metálico y epiléptico de las máquinas, un trozo del tártaro Igouvnof. Aquí ya hallamos desenvolvimiento melódico. La sinfonía es ahora
completa.
—Se diría —observo a Muravief— que esto es un conservatorio y no un taller electromecánico.
—Acaso. No obstante, si sigue usted con atención meramente auditiva el conjunto sonoro, quizá su impresión sea contraria.
Durante unos minutos así lo hago. No. Esto no es en realidad un conservatorio. Ese ritmo de repetición y sincopado denuncia el torno, el émbolo, la fuga de poleas, el silbido de las transmisiones, el pulso de las máquinas."
Tomado del blog CUESTIONATELO TODO: http://cuestionatelotodo.blogspot.com.es/2014/04/la-sinfonia-de-las-sirenas-arseni.html
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